
Desde la antigüedad, los seres humanos han estado enfrentados a la pregunta de la existencia. ¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es nuestro propósito? Estas indagaciones existenciales han dado forma a innumerables debates filosóficos, sentando las bases para diversas narrativas culturales.
Los antiguos griegos, por ejemplo, veían la vida como un viaje grandilocuente, una odisea que debía ser navegada con rigor intelectual y valentía. Consideraban que la felicidad, o 'eudaimonia', era el propósito supremo de la vida humana. En el Lejano Oriente, el budismo sostiene que estamos atrapados en el torbellino cíclico del nacimiento, la muerte y el renacimiento, hasta que alcancemos la iluminación y escapemos de este ciclo. Gran parte de la filosofía oriental imbuye a la existencia de un valor intrínseco en lugar de objetivos finales.
Los filósofos existencialistas como Sartre y Camus argumentaron desde una perspectiva completamente diferente. Sugerían que la vida no tiene un significado inherente, y que depende de nosotros asignar un propósito a nuestras acciones, un concepto conocido como 'absurdismo'. Con las innovaciones continuas en ciencia y tecnología, la inteligencia artificial nos empuja a replantearnos estas preguntas, cuestionando lo que realmente significa ser humano en un mundo de máquinas pensantes. La yuxtaposición entre el hombre y la máquina ha desencadenado diálogos urgentes sobre la identidad, la mortalidad y los límites éticos.
A pesar de que la búsqueda de entender la existencia y la mortalidad humana nos ha limitado a lo largo de la historia, quizás la belleza radica no en las respuestas, sino en la búsqueda misma. Como un caleidoscopio, el significado de la vida cambia con cada perspectiva, reflejando el colorido tapiz de nuestras experiencias compartidas. No es el destino, sino el viaje lo que realmente cuenta. Cada generación es un nuevo capítulo en el tomo de la humanidad, lidiando con las mismas viejas preguntas envueltas en nuevos contextos.
Nuestra búsqueda existencial es comparable a navegar por los mares; las olas, el viento y la corriente pueden cambiar, pero el placer intrínseco reside en el viaje, no en la orilla.