
En un principio, se imaginó que internet sería un gran igualador, una vasta red que conectaría a las personas y difundiría el conocimiento. Lo que realmente obtuvimos es algo mucho más extraño: un mundo en línea donde la mayor parte del tráfico no proviene de personas, sino de máquinas que conversan interminablemente entre sí. Más de la mitad de todo lo que se mueve a través de la red hoy en día es generado por bots. Ese hecho por sí solo debería hacernos reflexionar. Pero la verdadera historia no es que los bots existan, sino para qué se están utilizando. Porque no todos los bots son iguales. Algunos actúan como sirvientes digitales, trabajando para nosotros, mientras que otros se han convertido en parásitos digitales, drenando energía y atención sin ningún beneficio real para los humanos.
Cuando la automatización se pone al servicio de las personas, los resultados pueden ser extraordinarios. Piensa en los bots que recopilan información, la alimentan a modelos de lenguaje grandes y devuelven un artículo coherente y legible. O en los sistemas automatizados que traducen investigaciones médicas a docenas de idiomas, haciendo el conocimiento accesible en todo el mundo. Estas cosas consumen electricidad, sí, pero el retorno es inmenso: un flujo de trabajo cuidadosamente diseñado puede consumir unos pocos kilovatios-hora y terminar informando o entreteniendo a miles de personas. El valor producido es mucho mayor que el costo de operarlo. Lo mismo se aplica a los bots de seguridad, indexadores de búsqueda y modelos meteorológicos. Consumen recursos, pero nos devuelven algo tangible y útil.
El problema es que gran parte de la red no está impulsada por servidores, sino por parásitos. Casi la mitad del tráfico global de correo electrónico sigue siendo spam. Rastreadores maliciosos atacan sitios web con miles de solicitudes por minuto, no para ayudar a nadie, sino para extraer contenido o recolectar datos. Bots de interacción inflan números en redes sociales, fabricando seguidores, "me gusta" y vistas que ningún humano generó. Es toda una economía en la sombra de tráfico vacío que consume los mismos servidores, el mismo ancho de banda, la misma electricidad que la actividad real. Y esa electricidad no es gratis. Cada correo electrónico inútil, cada clic falso, cada vista de video falsa se traduce en emisiones reales de carbono y una verdadera carga sobre las redes que mantienen nuestras vidas digitales en funcionamiento.
En el centro de todo esto se encuentra la industria publicitaria, el mayor parásito de todos. Cerca de un billón de dólares al año se invierte en anuncios digitales, un mercado dominado por Google, Meta, Amazon, TikTok y X de Musk. Su negocio no es la tecnología, es la persuasión. Y la persuasión requiere infraestructura. Detrás de cada anuncio de banner o video de influencer hay una cadena de centros de datos, sistemas de seguimiento, mercados de subasta en tiempo real y motores de recomendación. El objetivo no es informar, educar o empoderar, sino simplemente empujarnos a comprar algo en lo que ni siquiera habíamos pensado. Es difícil argumentar que esto es útil para la humanidad. Es útil para los accionistas. Mantiene las luces encendidas en Silicon Valley, mientras consume una parte cada vez mayor de la electricidad mundial.
Los centros de datos ahora representan aproximadamente un uno y medio por ciento del uso global de energía, y la curva apunta abruptamente hacia arriba. En Irlanda, la cifra ya supera el veinte por ciento, y en Virginia casi la mitad de la red es consumida por granjas de servidores. La inteligencia artificial solo ha acelerado la tendencia. Una sola consulta de ChatGPT consume casi diez veces la electricidad de una búsqueda en Google. Entrenar grandes modelos requiere energía a la escala de pequeños países. Y enfriar todo este hardware añade otra pesada capa de demanda. Para 2030, los centros de datos de IA podrían consumir más energía que economías nacionales enteras. Sería más fácil de aceptar si la mayor parte de esta energía estuviera curando enfermedades o resolviendo el cambio climático. Pero en realidad, una alarmante parte de ella se desperdicia en subastas de anuncios, clics de bots, filtros de spam e influencers vendiendo zapatillas.
La diferencia entre un servidor y un parásito se reduce a una prueba: ¿la máquina produce algo de valor para los humanos? Si entrega conocimiento, seguridad, educación o entretenimiento, la respuesta es sí. Si llena bandejas de entrada, infla métricas o ejecuta campañas interminables de persuasión, la respuesta es no. Los bots que salvan vidas o hacen accesible la ciencia valen su energía. Los bots que operan granjas de clics y empujan anuncios dirigidos no lo son. Y cuando los influencers de redes sociales producen videos patrocinados disfrazados de autenticidad, pueden parecer humanos, pero en realidad son solo parte de la máquina publicitaria.
Las grandes tecnológicas no tienen interés en trazar esta línea. Para Google y Meta, un clic de bot es tan bueno como uno humano. Para TikTok y X, no importa si la interacción es auténtica o fabricada, siempre que el contador siga girando. Sus beneficios provienen de la actividad, no del valor. En este sentido, son los propietarios del barrio marginal digital, cobrando alquiler por cada paquete que pasa, sin importar cuán inútil sea. La sociedad se queda con la factura de la electricidad.
Este no es un problema que se pueda resolver con lamentos. Así como gravamos a los contaminadores en el mundo físico, podríamos hacer que los parásitos digitales paguen su verdadero costo. El spam, el fraude publicitario y la interacción falsa podrían ser gravados a nivel de infraestructura. Las empresas que entrenan IA en grandes extracciones de la web sin devolver nada podrían estar obligadas a devolver valor a los creadores. Los reguladores podrían dejar de fingir que la publicidad es gratuita y comenzar a contar su huella de electricidad como parte de su costo real.
La conversación sobre los bots a menudo se pinta como un miedo distópico: las máquinas están tomando el control. Pero las máquinas ya han tomado el control, al menos en términos de volumen. El verdadero problema no es si los bots existen, sino si nos sirven o desperdician nuestro futuro. La respuesta no es menos bots. La respuesta es mejores bots: servidores, no parásitos.
Y si eso significa dar un golpe a los gigantes que construyeron imperios de billones de dólares sobre tráfico parasitario, que así sea. Porque ahora mismo estamos construyendo un internet que consume cada vez más electricidad, quema cada vez más carbono y entrega cada vez menos a las mismas personas que se suponía debía conectar. El internet es nuestro. Al menos, debería serlo. Es hora de recuperarlo.